Los procedimientos para distraer a la humanidad son tan numerosos como los modos de aburrirla.
Descorramos el telón de una escena cualquiera y lo comprobaremos de inmediato.
Nos hemos puesto en presencia de un cajón. Los cajones, y especialmente los cajones cerrados, han sido y serán siempre motivo de una curiosidad profunda; por cuyo motivo no cabe un ápice de duda que la curiosidad se incubó en uno de ellos.
Días pasados se paseaba nuestro hombre por la balaustrada de su azotea en tren de gran actividad, sin reparar en los metros que su respetable obesidad distaba del suelo.
Temí por su abdomen sanchesco.
— ¿Pero qué manejos son esos, Don Telémaco? — interrogué — ¿No repara usted el peligro que corre?
Pero Don Telémaco, cada vez más enredado en sus alambres y palos, pareció no oírme.
Esta vez Don Telémaco se detuvo, y lanzándome la mirada idiota del que ve herida su susceptibilidad, me replicó con énfasis:
— Usted, amigo mio, vive en el siglo de la Cenicienta. Desconoce los principios que rigen a la materia y, por lo tanto ignora la ciencia misma.
Aunque Don Telémaco es un escribiente de primera categoría del Registro Civil de la calle vecina, creí, al oír aquellas palabras, que se hubiera trastornado con algún invento extraído de cualquier libraco de «recetas útiles».
— De modo que dice usted Don Telémaco, que la materia rige… a los principios.
— Sí, interrumpióme, o lo que es lo mismo, los principios rigen a la materia, porque en cuestiones de ciencia, ¿sabe usted?, los factores no alteran el órden del producto.
Bien, bien, pero aún no me ha dicho usted qué líos trae con estos alambres.
iAh!, estos son problemas un tanto complejos para usted que es un profano en la materia. Pero voy a iniciarlo en seguida. Suba, si está desocupado, y lo acompañaré por los dominios de Minerva.
La curiosidad me tentó despiadadamente y subí a aquel Olimpo dispuesto a catar por boca de Don Telémaco la ciencia que Minerva graciosa pluguió concederle. Al cabo de una hora ya lo sabía «todo». Mi sorpresa iba en aumento cada vez que Don Telémaco se dignaba a abrir las canillas de sus depósitos científicos.
— ¿pero es posible, Don Telémaco, que estos alambres?…
— iPosibilísimo! Estos alambres son maravillosos. La misión a que se había destinado el alambre era ignominiosa. Ellos hoy hablan, gesticulan, traen sumisos del espacio infinito las vibraciones más puras que flotan como tenues cendales en un consorcio de armonías gratísimas.
— ¡Me pasma el oírle!, Don Telémaco.
— Ah! pero esto no es nada. Ya verá usted, ya verá.
— Pero mis humildísimos dones no me permitirán nunca comprender…
— Quiá!: Es la cosa más sencilla del mundo. ¿Ve Vd. estos alambres? Pues bien, extiéndalos científicamente entre estos mástiles y habrá realizado la parte más importante de la obra.
Tendrá, como si dijéramos, el canasto, la trampa. donde ha de volearse indefectiblemente todo ese edén de armonías que le hablé. Luego el aparato que voy a mostrarle, completa la obra a manera de alambique.
Y en efecto; al instante me hallé transportado a un gran cajón, tosco, plagado de discos graduados, manecillas, alambres en espiral, que iban y venían en una algarabía de somier descompuesto.
Don Telémaco, frente al altar de sus debilidades, habló como un apóstol:
—Ya ve usted, todo construidito por mi mano. Ha sido necesario vencer muchas dificultades, pero al fin he triunfado tras luengo de batallar con los cálculos. ¡Oh los cálculos!
Aquí, Don Telémaco, con los pulgares enterrados en el chaleco, adquiría por momentos las proporciones de un Einstein.
Con gran cautela hizo girar nuestro hombre una manecilla que encendió una lámpara de vivísima luz. En seguida colocóse alrededor de la cabeza un par de teléfonos y empezó a tentar con ambas manos cuantas ruedas encontró. Mi curiosidad era indescriptible, pero no me atreví a interrumpirlo.
Al fin su rostro iluminó, más que por la luz de la lámpara, de alegría.
— ¿Oye algo, Don Telémaco? interrogué, sin poderme contener.
—Sí, los teléfonos crepitan bruscamente por los «atmosféricos». Es buen síntoma. Pronto tendremos onda «a la vista».
Pero la onda, por lo visto, no llegaba y Don Telémaco empezaba a perder la calma y las esperanzas, por más ruedas y resortes que tocara.
Es inútil proseguir — exclamó. Por fin, sacándose el doble cerco de acero que aprisionaba su cabeza. Usted sabe, la humedad, la aislación, los atmosféricos,las interferencias… Usted no sabe lo delicado que son estos chismes.
Tuve que resignarme y esperar al siguiente día a fin de dar tiempo a nuestro hombre para que imprimiera alguna reforma a su cajón.
Al día siguiente me encontré con Don Telémaco más atareado que la víspera. Tenía a la vista una serie de tratados de radiotelefonía que ojeaba precipitadamente con muestras de desagrado.
— ¿Y qué tal, Don Telémaco, tenemos o no tenemos hoy onda a la vista?
— ¡Cállese, mi amigo! Acabo de descubrir que me han engañado villanamente con estos condensadores: carecen de… de calibre. En cuanto a la construcción de las bobinas, los tratadistas me tienen desconcertado.
En este nefasto instante intervino la chispa que faltaba a Don Telémaco para poner en combustión los gases que presionaban su atribulada cabeza.
La chispa en cuestión tenía la forma de una mujer (como siempre), y para más datos era la suya. Explotó (como siempre):
— ¡Muy bien! Esto te sucede por comedido, gran zoquete. ¿Quién te manda meterte en libros de caballería y gastarte aquí lo que no tienes en cosas que no entiendes y que para maldito lo que te sirven.
Pero Don Telémaco, lejos de inmutarse al recibir aquella descarga, limitóse a contestar con la resignación del sabio atropellado.
— La ignorancia es muy atrevida y ella ha sido siempre la causa de la decadencia de los pueblos.
Como no me interesaba oir a Don Telémaco ni a su costilla, alejéme pensando que la radio tiene muchos peros y aun… pelos que vencer.
Nuestro hombre, perseverante en su empresa, no daba un punto de tregua a su labor. Descuidado de sus obligaciones y hasta de su persona, Don Telémaco se entregaba por completo a sus mágicos cajones, que por otra parte no dejaban de ser vulgares recipientes de objetos mal relacionados.
Entre tanto no había forma de arrebatar al espacio sus exquisitas melodías.
Un día leyó un aviso del siguiente tenor:
«Adquiera usted de inmediato un radiófono, si no quiere pasar por una persona vulgar». Y Don Telémaco, cansado de construir cajones sin provecho, allá fuése a dejar de ser una modestísima vulgaridad y convertirse en el dueño de un flamante y bien cortado cajoncito, aunque de humilde catadura dada la situación de su desmedrado bolsillo. Con el nuevo cajón estaba en condiciones de oir las estaciones más remotas con sólo «elevar un poco más la antena», según le dijeron.
Y he aquí a nuestro hombre encaramado de nuevo en la balaustrada, levantando palos, ligando cabos de aquí y de allá y sudando a mares el humor de su fecunda adiposidad.
Con el nuevo cajón era menester adquirir otras baterías, otros teléfonos más sensibles…
Su domicilio era una algarabía infernal de cosas radiotelefónicas. Las revistas, folletos, tratados y catálogos derramaban su policromía en abundante desorden; y como «casa de viejo», las herramientas, alambres, bobinas e innumerables enseres de dudosa aplicación campeaban libremente por donde el azar quiso dejarlos.
En medio de esta baraúnda erguíase Don Telémaco impávido, sereno, tenaz, siempre en acecho de la onda esquiva.
Por fin, una noche la onda hizo irrupción, penetrando de improviso en el cajón de Don Telémaco. Fué un acontecimiento transcendental. La onda se había dignado honrar, por fin, el cajón de nuestro atribulado compañero.
Don Telémaco salió a la calle echando, como el siracusano, gritos que pusieron en conmoción al vecindario entero.
Cuando llegué a su domicilio comprendí que se trataba de un verdadero acontecimiento, sólo posible de parangonarse con los dos extremos de la vida.
Los vecinos llenaban la casa. Todos querían ser los primeros en oír, hecha excepción de la esposa de Don Telémaco que más bien quería ser oída.
Al cabo de un instante nos declaró Don Telémaco que la onda le había hecho una jugarreta: había huído.
Algún curioso hizo notar irónicamente que tal vez la avalancha habría asustado a la bienvenida.
Mientras tanto, Don Telémaco, tembloroso, sudando a mares, con los pesados arcos de acero sobre la cabeza, trataba nuevamente de encajonar la onda, pero sin resultado.
— ¡Y la onda está aquí, la tengo «casi» entre mis manos — gritaba Don Telémaco furioso — pero no la puedo sintonizar!!
De pronto ocurrió algo inesperado. Al hacer girar con violencia una manecilla se produjo un ligero chasquido que encendió vivamente la lámpara para apagarse luego. La lámpara había muerto.
Acto seguido Don Telémaco cayó pesadamente al suelo arrastrando consigo al cajón. Se había desmayado de indignación.
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Desde entonces, Don Telémaco entretiene sus largos ocios meditando a la vera de un adecuado tratado de Física.
Rosario, Septiembre de 1926
Fuente:
- Revista Telegráfica, Buenos Aires, Argentina, octubre de 1926.
(Nota: las viñetas insertas en esta entrada son meramente referenciales).