
En Francia, René Barthélemy instaló en abril de 1935 un estudio de televisión en la Escuela Superior de Electricidad de París y utilizó la Torre Eiffel como soporte de la primera antena emisora. En pocos años (1935-1939) se adoptó el sistema electrónico. (Foto y cita)
La Exposición de París de 1937 fue un evento de gran importancia en el mundo de la tecnología y la innovación.
En esta exposición, se presentaron muchos avances tecnológicos de la época, incluyendo la televisión. Uno de los inventores que presentó su trabajo en la exposición fue René Barthélemy, un ingeniero francés que había estado trabajando en el desarrollo de la televisión electromecánica.

Izq.: Camara de 60 líneas, más tarde perfeccionada. Der.:René Barthélemy televisando con luz difusa y usando el sistema de disco Nipkow. (Crédito)
En la exposición, Barthélemy presentó una demostración de televisión en vivo que dejó a los asistentes asombrados. Su sistema de televisión utilizaba un disco Nipkow giratorio para capturar y transmitir las imágenes en movimiento a través del aire.
Este sistema había sido desarrollado por otros inventores antes que él, pero Barthélemy logró mejorar la calidad de la imagen y la estabilidad de la transmisión.
La demostración de Barthélemy fue un hito histórico en el desarrollo de la televisión. Hasta entonces, la televisión era vista como una tecnología incipiente y poco práctica, pero la demostración de Barthélemy demostró que la televisión podía ser una forma efectiva de transmitir información y entretenimiento.
La presentación de Barthélemy en la Exposición de París de 1937 ayudó a impulsar la televisión hacia una era de mayor desarrollo e innovación. En los años siguientes, se produjeron muchos avances en la tecnología de la televisión, incluyendo la transición de la televisión electromecánica a la televisión electrónica. La demostración de Barthélemy es recordada como un momento decisivo en la historia de la televisión y en la historia de la tecnología en general.
La crónica de este acontecimiento, llegó al Río de la Plata a través del periodista y escritor Francisco Melgar, publicada en el Nº 2020 del 19 de junio de 1937 de la revista «Caras y caretas», de Buenos Aires , Argentina.
Ya hay en París salas públicas donde se experimentan sus emociones.
Acaba de hacer su entrada oficial en el mundo parisino la televisión, último avance de los descubrimientos modernos, que un activo ministro de Correos se ha propuesto poner al alcance de todos.
La televisión, que aún está en sus primeros balbuceos, tiende así netamente a seguir las trazas de la radio. Dentro de un lapso de tiempo más o menos largo, se encontrarán en todas las esquinas aparatos receptores de televisión, lo mismo que se hallan hoy en todos los almacenes de electricidad aparatos receptores de radio. El primer paso está dado, y como dice un refrán francés, es el que más cuesta.
He tenido la curiosidad de responder a la invitación lanzada por el ministro francés de Correos, quien ha convidado a la población parisina a darse cuenta de que la
televisión es ya un hecho que pertenece al dominio de las realidades, y, a mi vez, me permito invitar a los lectores a que me acompañen a una de esas sesiones públicas de televisión, prometiéndoles que no perderán el tiempo.
Henos, pues, unos cuantos centenares o millares de personas, pisando el gris asfalto de esta calle estrecha en un domingo lluvioso. Hacemos cola para penetrar en una de las seis u ocho salas que han sido habilitadas para presentar ai público las primeras emisiones oficiales de televisión. Me entretengo en matar la espera escuchando las conversaciones de mis vecinos; son, por regla general, burgueses de París, gente de un nivel medio que aprovechan el ocio dominguero para alterarse de lo que es este nuevo invento del que se dicen tantas maravillas. Hay no pocos niños entre las filas prietas, que sin duda abrigan la ilusión no disipada por sus padres de que van al cine.
La mayor parte de los comentarios gira, como es natural, sobre el “misterio” que a pasos se está celebrando, ¿Cómo será el nuevo invento? ¿Qué tamaño tendrán los personajes? ¿Se oirá su voz? ¿Tendrá uno la impresión de encontrarse en el cine?
La espera de este público es paciente, ordenada; no hay empujones ni gritos de protesta. Todos saben que no pueden entrar a un tiempo más que una docena de personas y esperan la salida de los que han llegado antes, en cuyos rostros tratan de adivinar las impresiones recibidas.
Al cabo de una hora, entro con un grupo en la sala pequeña, sumida en una obscuridad discreta.
En el fondo, cerca de la pared, hay dos aparatos iguales, que dan la impresión exacta de dos grandes aparatos de radio; en la seda del altavoz hay una pantalla donde se mueven diversos personajes.
Las reducidas proporciones del telón sorprenden y desconciertan al espectador mal informado, pero éste no tarda en darse cuenta de que en el fondo del cofrecillo, en la placa blanca del oscilador, aparece en trazas temblorosas primero y luego más claras y netas, la exacta representación de unos seres humanos, que a varios kilómetros de distancia viven, se mueven y hablan.

Su voz aparece formidable si se la compara con las irrisorias proporciones de su cuerpo.

Los personajes, impasibles, muy ajenos a las emociones diversas que provocan en el ánimo de los espectadores, continúan sus evoluciones en gris y negro sobre el telón. El público escucha boquiabierto un trozo de canción, contempla absorto el comienzo de alguna danza, una exhibición cómica.
Observo en mis vecinos cierta decepción: ¡Conque eso era la televisión!
Familiarizados con las maravillas del sonoro, no exteriorizan admiración alguna. Les parece incontestablemente superior una sesión cualquiera de cine en los bulevares.
Se oye una voz imperativa: “Señoras, circulen; señores, hay que dejar sitio a los que esperan…”
El servicio de orden indispensable para tal caso nos ha permitido tan sólo una permanencia de unos minutos; son excusables los que no han tenido tiempo de comprender que acaban de asistir a los primeros, pasos de un descubrimiento llamado a transformar, en un tiempo que nó puede preverse, pero que seguramente no es muy dilatado, nuestras condiciones de existencia…
Y a mayor abundamiento, ¿quién duda de que ésta es la suerte común de la mayor parte de los grandes inventos?
Escucho la conversación de dos amigos que, a la salida, cambian sus impresiones:
— Yo, mientras cuesten esos “chismes” diez mil francos, como dicen, pueden estar seguros de que no compraré ninguno…
A lo que replica atinadamente el compañero:
-—Te cuesta menos una sesión en el Paramount y ves mejor…
Ahora, aprovechando el inestimable privilegio, del periodista, para el que no existe puertas cerradas y muros de separación, llevaré al lector que haya querido acompañarme hasta ahora a la fuente misma donde se emiten las imágenes que acabamos de ver reproducidas en el telón mágico del aparato receptor.
Diversas películas cinematográficas nos han enterado de cómo es una sala de toma de vistas cinematográficas; bastará que nos reportemos con la imaginación a una de esas evocaciones para que tengamos la exacta imagen de lo que es ese estudio de donde parten las ondas emisoras de la televisión.
Pero, además de la cámara para la toma de vistas y de los consabidos sunlights o proyectores de gran potencia, montados sobre un puente móvil, comprende el estudio todos los perfeccionamientos de una sala dispuesta para la radiodifusión; revestimientos insonoros, micrófonos adecuados, cables de transmisión.
En este estudio se reúnen todos los artistas que van a prestar su concurso a las emisoras oficiales que contemplan los espectadores repartidos en media docena de salas de París.
Además de los artistas que han revestido para el caso sus trajes de circunstancias adaptados a la pieza que van a representar, hay varios invitados, ingenieros, periodistas, altos funcionarios del ministerio de Correos y telégrafos que se esfuerzan por desaparecer a lo largo de los muros.
Un gran rótulo ordena: “Silencio”, y los asistentes realizan esfuerzos verdaderamente meritorios para contener su lengua.
El artista o los artistas se colocan en el pequeño escenario rodeado de sunlights que, en conjunto, reúne una fuerza de cincuenta mil vatios, y entre los que aparecen enormes bocas de aereación, parecidas a las que se usan en los vapores, sin las cuales sería imposible resistir la temperatura de cerca de sesenta grados, que despiden los proyectores.

Para el que contempla a los artistas “televisados”, detrás del operador, la impresión no puede ser más curiosa; los sujetos adquieren colocaciones imprevistas; así, por ejemplo, para no aparecer en la pantalla con los labios completamente descoloridos, han de pintar previamente sus bocas de negro; para que la tez aparezca blanca, es preciso cubrir la cara y las manos de encarnado violento, mientras que las cejas y los párpados se tiñen de azul. Para la televisión, en efecto, rigen leyes fotogénicas implacables: los coloridos se resuelven en blanco y negro con una fantasía insospechada: el rojo se traduce en blanco, mientras que el negro da un gris difuso y el azul un negro más caracterizado.
Esta repartición imprevista de los coloridos da lugar a no pocas confusiones que provocan la risa y el asombro del espectador en el estudio. La imagen así recogida, según los cánones de la nueva fotogenia, se transmite a la sala de máquinas, desde la cual es retransmitida cómo una onda auditiva, gracias a la antena de la torre Eiffel.
Dos docenas de artistas han participado en esta emisión, que ha durado dos horas largas, dos docenas de artistas que han podido comprobar la exactitud de esta canción de Paúl Colline, el afamado actor que supo resumir en unos versos ligeros sus impresiones de “televisado”:
Eh bien, voici; on m’avait dit; Quand vous ires,
je vous prévians, vous y cuirez…
Quoique ce soit réfrigéré,
vous rotirez.
On vous verra, mais vous verrez,
C’est effrayant, c’est cornélien,
c’est saharien, c’est éthiopien
croyez le bien
c’était vrai, m’y voici, par vingt lights visé
je crois, je vois, je cuis, je suits télévisé…
[«Bueno, aquí está; Me dijeron; cuando te vas,
Te lo advertí, cocinarás allí…
Aunque refrigerado,
asarás.
Te veremos, pero verás,
Es aterrador, es cornalina,
es saharaui, es etíope
créelo bien
era cierto, aquí estoy, por veinte luces dirigidas
Creo, veo, cocino, veo la televisión…]
Contienen estos versos una crítica velada, corregida por un buen humor comunicativo; para su entrada en el mundo parisino, la televisión ha sido saludada así como todas las innovaciones que se hacen en este gran París, con una carcajada y con un cuplé del que no está exenta una pícara segunda intención.
Me ha parecido que tal vez le divertirá más al lector paciente quedar sobre la impresión de los cómicos padecimientos de este “televisado” distinguido que no sufrir el inmerecido castigo de una interminable explicación técnica que con su ingenioso espíritu habrá sabido reconstituir.