Anoche subí a la azotea.
A mis oídos llegaba un rumor
como de marea:
de lejos, el desgarrador
alarido que lanza un vapor,
y un jadeo de locomotora;
de cerca,
la vibración terca
del gong de los trenes, los autos afónicos,
arriba, el clamor de los hilos
telefónicos.
El cielo esplendía
como si la noche estuviese cubierta
por una obstinada floración del día
que desmenuzado en estrellas ardía
en la amplia e incierta
bóveda sombría …
Poco a poco se iban apagando
los ruidos, y mi alma
se iba plácidamente internando
en una región de silencio y de calma.
El viento callaba. La ciudad se hundía
en un silencio creciente
como una marea
que subía, subía, subía.
Y pasaba sobre la azotea,
sellaba mis labios, cubría mi frente
y me sumergía
en un mar inmóvil de sombra imponente.
Y en ese silencio encantado
yo sentía pasar por mi lado,
rozarme el espíritu, girarme en la altura
impalpables las alas vibrantes
del verbo en el éter disuelto
como un invisible pájaro suelto
que llegara de selvas distantes.
Si tuviese -pensaba- una antena,
yo cazaría en la noche serena,
el verbo viajero y ese prisionero
seguiría volando lo mismo;
hacia los cuatro puntos cardinales,
por sobre el abismo,
cazado en el mismo momento
por muchas antenas iguales
que no lograrían quitárselo al viento…
Me siento infinitamente circundado,
como por una misteriosa nube,
por el espíritu del hombre, que sube
vulgarmente osado
a poner en la naturaleza
en lugar de la ausente palabra de Dios,
fundida en el éter que el mundo atraviesa,
la sombra inmanente y actual de su voz.
De «Poemas Montevideanos», 1923
Emilio Frugoni (1880-1969)
Uruguay.
Abogado, escritor, poeta, parlamentario uruguayo.

«Poemas Montevideanos», mención e ilustración por Besares, en la revista «Martín Fierro», periódico quincenal de arte y crítica, Buenos Aires, 15 de mayo – 15 de junio de 1924. (Fuente).