«La Voz de su Speaker». Carlos Raffo, Revista Patoruzú, Argentina, (1937).

La Voz de su Speaker

por CARLOS RAFFO

Estaba emocionada. Aun le parecía escuchar las palabras cambiadas en aquella entrevista fugaz y nerviosa. Se habían encontrado, por primera vez, en un colectivo. Él la contempló con atención durante largo rato y esbozó una sonrisa que a ella le pareció mal desechar por completo.

Descendieron juntos. Él la siguió a prudente distancia, y cuando creyó llegado el momento oportuno inició el ataque sin vacilaciones:

—¡Cuánto me atrae usted! Y para no tentarme y raptarla, la acompañaré, defendiéndola de mí mismo.

Ella apresuró el paso, sin contestar, y lo miró de reojo.
Era alto, casi buen mozo y no vestía mal.

—¿Una mujer que no habla? ¡Es usted perfecta! —prosiguió él.

—Retírese, me compromete. Voy a llegar a mi casa…

—No me iré si antes no me asegura que mañana, a las tres, volverá a pasar por aquí.

—¡Váyase, por favor!

A la tarde siguiente pasó ella por el mismo sitio, y se encontraron.

Él no fué más que palabras de elogios para su belleza, y ella lo escuchó complacida. De pronto le preguntó, entre inquieta y curiosa:

— ¿A qué se dedica usted?

Compuso él la voz con una leve tosecita y contestó, como restándole importancia:

—Soy speaker…

—¡Speaker! —dijo ella maravillada—. ¿Y de qué estación?

—Búsqueme en el dial.

Poco después se separaron, prometiendo verse dos días más tarde.

Ella regresó a su casa, gozosa, deseando estar a solas para gustar mejor el encanto de su aventura.

¡Un speaker! Ella, que sentía debilidad por aquellas voces familiares de la radio; que admiraba el tono grave de Sauze, la seriedad imperturbable de Domínguez, las predicciones meteorológicas de Gallino Rivero y que sabía de memoria «Virgencita de Pompeya», de tanto oírsela decir a Maroni, con su modo particular e inconfundible.

¡Un speaker! Pero, ¿quién sería? Horas enteras pasó frente al receptor, tratando de adivinar su voz.

Desfilaban insecticidas infalibles, jabones con olor a limpio, panes que eran llaves milagrosas, sellos mágicos contra todos los dolores, cigarrillos sin nicotina y con grandes premios. Pero en esa avalancha de avisos la voz de él no apareció.

Y esperó, ansiosa, el día de la nueva cita.

Volvieron a encontrarse. Hablaron del tiempo, del último estreno cinematográfico, de sus artistas predilectos, de sus gustos personales. Al despedirse, ella insistió en que le dijera a qué hora podía escucharlo por radio. Y él, consciente de saberse admirado, respondió orgulloso:

—Sintonice mañana, a las 12, L X Z, Esa noche, el sueño de ella fué arrullado por una voz que le decía avisos al oído, muy quedamente, muy dulcemente, como si fueran palabras de amor.

Por la mañana corrió junto al receptor y esperó, impaciente, la hora del mediodía.

Hasta que por fin, cálida, acariciante, con tiernas inflexiones, llegó la voz de él:

—Mercado de Tablada. Diez terneritos, a 19.50; cinco novillitos, a 14.90; cuatro-ovejitas, a 12.70…


Publicado en Revista «Patoruzú», Buenos Aires, Argentina, Nº 3, Año 1.


Fuente:

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