Conversación radiofónica con un marciano (1926).

En mi modesto laboratorio y construido por mí, existe un aparato receptor de grandes dimensiones y de mucho alcance, con cinco, diez, veinte lámparas, cuántas se quieran, que me permite escuchar todos los conciertos de radiotelefonía que se dan en el Mundo. 

Una noche, hallábame con los teléfonos al oído deleitándome con el Jazzband de Londres, cuando de pronto me entró la comezón de comprobar el alcance de mi magnífica instalación, asombro de todos los radioescuchas de España.

Encendí una lámpara más, y enseguida, percibí las señales telegráficas de la estación de Nauen; puse en funcionamiento la quinta, y bien pronto escuché unas canciones nostálgicas de las orillas del Danubio; después, a medida que iba poniendo en estado de sensibilidad la serie inacabable de audiones en reserva, fui oyendo el enrevesado hablar de los suecos, las soflamas revolucionarias de los rusos, las pláticas ocultistas de los indios, el «fuchi fuchi» del japonés, las estaciones de Charlestón y New York, y, por último, al sonoro idioma de Cervantes, que yo atribuí a algún concierto gaucho de las Pampas y que me resultaron las amenas y españolísimas emisiones de Unión Radio. ¡Había dado la vuelta al mundo, como el que no quiere la cosa!

Y ya lanzado al espacio, en el vértigo de la distancia, no satisfecho con
posarme en el Congo y en el Senegal, en Australia y en las islas Hawai, como si fuera montado en un rayo de luz solar, crucé el espacio sideral después de haber puesto en incandescencia todas las lámparas de mi estación.

La sensación que me produjo esta especie de transporte mental fué algo extraña, como de un susurro lejano, de continuos ruidos muy tenues que se iban amortiguando, semejantes a veces al silbido agudo que produce el viento al cruzar el laberinto estrecho de algunas callejas. Con bastante frecuencia, mi aparato recogía tristes lamentos, quejidos dolorosos,  procedentes tal vez de las regiones donde vagan las almas en pena.

Me hallaba, pues, muy lejos; allí donde la mirada no alcanza, y la imaginación no llega, más allá de la atmósfera, en regiones estelares desconocidas, sentado quizá encima de algún astro muerto, recogiendo las irradiaciones de algún cuerpo celeste en ignición, cabalgando en alguna estrella fugaz, en algún cometa errante…

¡Quién sabe!

De repente cesaron todos los ruidos misteriosos, y poco después se oyeron fuerte, clara, acompasadamente, tres señales parecidas a las radiotelegráficas, emitidas por ignorada estación. Las tres señales que tanto dieran que pensar al gran Marconi. Mi reloj acababa dc señalar las cinco, la hora que precede al alba, la mas escalofriante, la más emocional, cuando la claridad, en lucha lenta, va disipando las sombras de la noche.

Las tres señales volvieron a oírse. Como por mágico encanto, aquellos signos se convirtieron en claras modulaciones de una voz lejana salida de las profundidades del abismo; como un eco apagado de algún ser supraterrenal, que fue vertiendo lentamente en mis oídos estas extrañas palabras:

—No te inquiete el secreto del más allá. No descorras el velo de Isis, que yo satisfaré tu curiosidad. Es un marciano el que te habla. Aprovechemos esta noche única, en la que tan sólo 55 millones de kilómetros nos separan,  porque mañana la distancia será, mayor y habrá más dificultades para comunicarnos.

Un poco desconcertado, sin saber si aquello «era sueño o realidad, le pregunté:

-¿Cuántas lámparas tiene tu aparato? 

-¿Lámparas, dices? Ninguna. Sois en la tierra más ignorantes de lo que yo pensaba. Aunque habitáis un planeta bastante mayor que el mío, cons calor y vida, aunque Dios os ha colocado mas cerca del Sol, no habéis sabido aprovechar una situación preferente y observo que estáis muy atrasados.

Para hablar con vosotros, los marcianos no necesitamos aparato alguno; poseemos medios propios hasta para adivinar vuestros pensamientos. Los habitantes de nuestro planeta no tenemos oídos y carecemos del don de la palabra de que tanto vosotros blasonáis;  en cambio, nuestro olfato es más fino y nuestra vista más perspicaz y, sobre todo, tenemos mucho más desarrollado el cerebro. Aquí desconocemos el telégrafo, el teléfono y también la radio, que para nada los necesitamos.

Para comunicar a distancia nos servimos de la mente, procedimiento mucho más rápido. Para recibir las ondas hertzianas los habitantes de la Tierra necesitáis de una lamparita 0 de algún metal, una y otro mucho más sensibles que vuestros sentidos, lo cual no deja de ser una humillación para vuestro orgullo; nosotros llevamos encima del cráneo un miembro gelatinoso, especie de antena, que nos sirve de receptor y de transmisor, el oído y la boca uucstros, por donde penetran y salen los pensamient0s. Si queremos dirigir un mensaje a cualquier marciano, no tenemos más que concentrar la mente en un punto y pensar lo que se quiere comunicar; en el mismo instante el otro lo recibe.

C0mprenderás ahora, infeliz mortal, qne te arrastras por la Tierra, que la vida en  nuestro planeta es mucho más sencilla que en el vuestro. Aquí los días transcurren  en paz, sin grandes alteraciones, porque tampoco tenemos grandes necesidades.

Los marcianos no comemos: por una pequeña abertura del vientre aspiramos las substancias alimenticias que nos son precisas para vivir, y que, pródigos, nos facilitan nuestros espesísimos bosques y nuestras fértiles y umbrías campiñas. No necesitamos, pues, conquistas de terrenos porque aquí todos vivimos con holgura y sin las grandes inquietudes de vuestra civilización para asegurar el sustento.

Desconocemos la esclavitud, porque no existe la ambición ni la malicia. En actividad espiritual constante, vivimos sólo para mejorar nuestra condición interna que es la que nos ha de proporcionar el bienestar en la otra orilla,
allí donde tú y yo iremos a parar, porque alguien nos espera a todos.

—-¿Tenéis gobierno? -—-pregunté con ansiedad por mi aparato.

—Aquí todos somos libres, todos nos regimos por la única ley: la Ley eterna, la que de lo alto se refleja en nuestras tranquilas conciencias…

Se perdió. Moví los comandos de mi aparato a uno y a otro lado buscando con ansiedad la comunicación interrumpida, y nada conseguí. El silencio más absoluto. Ni aquella ni ninguna otra noche volví a saber más de mi desconocido interlocutor.

NILO VARGAS.


Revista «Ondas», Madrid, España,  24 de octubre de 1926.

Imagenes referenciales
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