«Elogio de la Galena». (Rafael Álvarez, Revista «Ondas», España, 1927

quoteLeftUn elogio científico de la galena no está al alcance de todos los mortales. Un elogio «camelístico» de la galena en complicación con el Espasa es más hacedero. Un elogio honrado y un tanto lírico, sin grandes pretensiones literarias, modestito, con cierto tufillo de sentimentalismo burgués, tiene alguna probabilidad de acierto.

Vamos, a rechazar las dos primeras tentaciones. No empecemos con la fórmula abrumadora: SPb, (S, 13, 89: Pb, 86, 61), ni recordemos que empleada en las alfarerías para barnizar las vasijas de barro y darles apariencias porcelanescas es—según el enciclopédico — «digna de tenerse en cuenta por los envenenamientos que ha producido mediante los alimentos ácidos que tales vasijas contenían».

Para nosotros, la galena no tiene otros usos que el importantísimo que le asigna su papel en los aparatos receptores. No es un mineral, o, mejor dicho, no nos importa que lo sea. De todas sus aplicaciones sólo una nos interesa. Y aún así… conviene que no nos hagamos un pequeño lío.


De todos los elementos que componen un aparato receptor corriente y moliente, sin grandes complicaciones técnicas ni decorativas, la galena es el único que merece un elogio por la importancia de su función, por su simplicidad y por la probidad con que llena su cometido.

Bornas, reóstatos, amplificadores, etcétera, tienen un aspecto orgulloso e intolerable.

Un modesto tornillo, en cuanto está bruñido, adquiere una apariencia antipática y parece decirnos: «Aquí estoy yo; ¡atrévete conmigo!».

No digamos cuando se reúnen dos tornillos unidos por un simple hilo de cobre. Aún en este estado rudimentario de la organización mecánica, ofrecen una hostilidad agresiva. Si los tornillos son tres y llevan consigo alguna tuerquecita, forman ya un conjunto de formidable superioridad. No importa que estos tres tornillos sean una parte insignificante de un todo ciclópeo.

Adquieren y reflejan el orgullo del conjunto, y cuando un mísero mortal detiene en ellos sus miradas, parece que lo dicen —en alemán, naturalmente — : «Mira: -si no eres ingeniero, háznos el favor de fijarte en otra cosa».
Esta conciencia de superioridad que tienen las cosas o que nosotros les concedemos, que viene a ser lo mismo, establece una jerarquía muy parecida a la jerarquía de los hombres. Un motor no puede ser una cosa insignificante, aun cuando le encontremos insensible y polvoriento en el cuchitril de un trapero. ¿Hay, en cambio, algo más inofensivo que un cepillo?.

Quiérase o no, esta fisonomía de las cosas rige en muchos ocasiones al orden de nuestras ideas y nos hace preferir una silla entre varias sillas, un cuchillo en vez de otro, y, acaso, estas preferencias no son tan pueriles como a primera vista parecen.

En el conjunto desconcertante de un aparato receptor, sólo la galena sostiene su condición de mineral vulgarote y despreciado.

Es una piedrecilla inútil, hasta un poco sucia. Se entristece entre los garfios de cobre que la aprisionan; ofrece millares de puntitos rutilantes a la aguja cruel, que busca sus átomos sensibles; permite que el inquieto radioyente la coloque a su antojo, cuándo de un lado, cuándo del otro, y en cualquiera de ellos resiste las feroces acometidas del detector, que la araña, la punza, elige rencorosamente el punto en que puede hacer más daño…

La galena no salta como el hilo en tensión, ni falla como la muesca cansada. Si alguna vez se empaña su superficie, un baño de alcohol la devuelve toda su eficacia.

Cuando Ricardo Urgoiti, ante los toneletes de vidrio rellenos de luz donde se dan importancia las corrientes que sirven de vehículo al sonido y se consuma el matrimonio de la mano izquierda entre la fuerza humilde y la fuerza poderosa, que han de salir unidas al espacio, me explicaba la importancia de la galena y su misteriosa misión filtradora, no pude menos de explicarme mi simpatía por el pedrusquito generoso.


Sin desplantes ni jactancias metálicas, con una insignificancia aparente, maravillosa, la galena destruye toda la aparatosa composición del receptor y consuma la misión esencial de volver a su natural estado a aquella corriente limitada que lleva en el frágil temblor de una garganta de mujer o la queja levísima de una rubia cuerda de violín.

Como es de suponer, no me atrevo a catalogar técnicamente la misión de la galena. Líbreme Dios de las camisas de once varas. Y por el mismo temor a lo que me viene holgado, me abstengo de otro género de consideraciones, porque, en definitiva, puede ser que la galena no tenga la importancia que yo le doy ni es justo que yo pretenda darme importancia a cuenta de la galena.

Rafael Álvarez
Revista «Ondas», España, 1927.

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