
Bernardo González Arrili. Fotografía extraída del libro «Historia Argentina». Autor: Diego Abad de Santillán. TEA, Tipográfica Editora Argentina. 1971, Buenos Aires, Argentina. (via commons.wikimedia.org).
Bernardo González Arrili, (Buenos Aires, 18 de octubre de 1892 – Ibídem, 30 de julio de 1987) fue un escritor, historiador, profesor y periodista argentino.
Su primer cargo como docente fue en el Colegio Nacional Bernardino Rivadavia, de Buenos Aires, donde fue profesor titular de Historia desde 1928; luego continuó en otros establecimientos educativos hasta fines de la década del cincuenta. Como periodista colaboró en el diario «La Prensa», de Buenos Aires y en Radio Splendid entre 1956 y 1958 como asesor cultural. También fue el fundador y director del diario «Norte» de Salta.
En 1953 fue nombrado vicepresidente primero del Congreso Martiano, en La Habana, Cuba, y, desde 1971 hasta 1986, presidente del Instituto Sarmiento de Sociología e Historia.
González Arrili fue un escritor prolífico en varios géneros: novela, cuento, teatro, cine, pero principalmente se dedicó a la historia y las biografías. También durante muchos años fue colaborador en el suplemento literario del diario «La Prensa», de la Argentina. ¹
También fue colaborador de la revista «Caras y Caretas», de Buenos Aires, y en el número del 12 de agosto de 1923, publicó este delicioso relato, que conservamos en nuestro archivo y que nos lleva a los pioneros años de la radiotelefonía, donde los poemas y las romanzas, constituían los «números» de las incipientes programaciones de las «broadcastings».
Los primitivos estudios de las emisoras compartían, muchas veces, el mismo piso o planta física que el trasmisor y el generador, aunque separados convenientemente para aislar el ruido producido por éstos; instalados en la azotea de alguna casa o en el alto de un edificio, mas propiamente en el altillo, al que se accedía por ascensor. El piso alfombrado y gruesas cortinas, dispuesta una mesita o pie con el micrófono en el centro de la habitación, era el lugar donde se acercaban los artistas (tenores y sopranos, pianistas, charlistas, declamadores y recitadores) perifoneaban sus obras artísticas.
Invitado a tomar parte en una audición radiotelefónica, un mi amigo ha resuelto leer dos de sus narraciones provincianas más breves.
Con ellas en un bolsillo, la otra noche salió de su casa y púsose a buscar el rincón de ciudad desde donde se lanzan al espacio los ruidos y las voces que maravillosamente recogen luego en toda la república, y más allá de sus límites, unos hilos, unos áparatitos para él inexplicables…
Durante su camino ha ido pensando en esa maravilla, que, como la luz eléctrica, aprovechada, utilizada por todos, nadie ha sabido decirle qué es.
Las ondas, las antenas, las galenas, el audión, los auditivos; se recoge, se sintoniza…
Sí, sí, todo eso lo va aprendiendo él, pero, ¿qué maravilla es esa de la voz humana soltada al espacio, entrándose en miles de casas, reproduciéndose instantáneamente en los oídos de tantos?.
«Mí voz — pensaba — mi voz, que apenas oyen los que me rodean, va esta noche a galopar con una velocidad de vértigo indecible, por encima de mi ciudad, fuera de ella y a mil kilómetros de distancia; cientos de desconocidas personas a las que no veré nunca, en ciudades y pueblos a los que no llegaré jamás, la irán recogiendo, sin gastarla, sin disminuirla un ápice y la tendrán en sus oídos en el mismo instante en que yo la lance fuera de mi boca, ¡Maravilloso!.
Nunca la palabra «Maravilla» ha dado tantas vueltas dentro de mi cerebro, ni adquirido un valor tan fantástico, acaso ignorado hasta ahora por todos!
Los pasos de mi amigo resuenan en las calles solitarias con un eco opaco, suficiente para hacerse comprender su pequeñez de humano.
Cuando sus ojos se van hacia arriba, una enorme Luna lo inunda todo con luz de una lividez sorprendente. Ha tenido la sensación fugaz de que allá arriba, bajo esa luz palidísima, un frío sutil cala las carnes y se infiltra en los huesos de una manera dolorosa…
Sigue andando. En aquella casa es. Entra, saluda. La única persona a quien conoce le estrecha mano. «Ha llegado usted un poco tarde, – le dice- ya perdió su número en el programa».
Mi amigo lo lamenta. Es siempre una cosa sin remedio el perder el espacio de minutos que nos corresponde ocupar dentro de un programa. Mi amigo, mientras habla, recuerda que una vez, hace mucho tiempo, también perdió su ubicación en un programa.
Era una fiesta de beneficencia de esas que se organizan un discurso, dos poesías (Chocano, Amado Nervo, o Amado Nervo, Chocano) y unas cuantas piezas de música ejecutadas — verdaderamente ejecutadas -— por unas señoritas que enseñan los brazos íntegros, todo el escote, toda la dentadura, y cuando se «inspiran», hasta la córnea de los ojos…
En fin, no importa — dícenle a mi amigo, —cuanto termine este número, va usted…
Mi amigo dice que si, por decir algo. Esta escena tiene lugar en un pasillo. A la izquierda hay varias puertas cerradas. A la derecha, varias puertas abiertas que dan a un gran patio cuadrado, antiguo.
Por estas puertas abiertas llega el rezongo de un enorme moscardón…
Inquiere mi amigo el origen de ese zumbido. Se acerca a una habitación que da al patio. Tres, cinco, seis motores en marcha. Sobre ellos un gran cartel: «peligro».
Tantos miles de volts y el dibujo, mal hecho, de una calavera…
Retorna mi amigo al pasillo. Sobre el fondo negro del patio rebrilla el acero de la Luna.
Obsesionado, vuelve a mirar hacia arriba, buscando en el vacío justificación a su maravillosa incomprensión de esa maravilla de la que participará dentro de unos instantes y que cualquier electricista está seguro de poder explicar…
Por sobre los techos se alza una gran torre de hierro que va afinándose en dibujos elementales como una guarda trazada por un escolar aburrido.
Desde el pasillo óyese una música que parece venir de lejos. En seguida un canto. La voz del canto es femenina, una romanza antigua, cantada a gritos de una manera fría, diría, fría como la Luna.
De las otras habitaciones llegan algunas risas, de los que esperan «su número» y matan el tiempo narrando y oyendo chistes. Hay un poeta con melena, un señor que toca el violón, seis o siete señoritas, el marido de una señora que toca el piano.
Ábrese una puerta. «Ahora, usted» -dícenle a mi amigo-.
Pasa a la habitación de donde venía el canto de la antiquísima romanza.
Una alfombra, espesa, mata el ruido de los tacos; abundantes cortinas aislan de todos los murmullos posibles. Se hace un silencio.
Inesperadamente un joven alto, comienza con voz recia a decir el nombre de mi amigo. Éste lo escucha sin comprender.
—¡Ya está! ¡Ahora usted! —vuelven a decirle en falsete, y le ponen por delante una mesita que sostiene un pequeño aparato color bronce.
Alza mi amigo, a la altura de los ojos, los pliegos de papel y comienza a leer.
¿Qué se ha hecho de su voz?. Posee mi amigo, desde sus tiempos de discurseador de comité y de plazuela, una voz sonora, una voz un poco ronca, de fumador empedernido, una voz de rematador.
Sin embargo, frente al micrófono, durante los primeros párrafos de su narración, no la posee. La voz que en esos momentos emite es opaca, lenta. Acércasele, entonces, un hombre de menor estatura que la suya, pónese de puntillas y le dice al oído: «Más fuerte, más fuerte…».
Todo aquello es desconcertante, es ridículo… ridículo efectivamente.
Tiene mi amigo la absoluta seguridad de que está haciendo una cosa ridícula, que lo pone en ridículo ante sí mismo… ¿Para qué lee?, ¿para qué se esfuerza en dar a su voz la fuerza de otras veces?, ¿para qué se empeña en llenar la habitación de ruido? …
Mira el micrófono. A cada instante, por encima de las cuartillas, a la terminación de cada frase, mira ese aparatito color de bronce que le han puesto por delante.
-Por ahí entra mi voz -piensa- y luego se expande, la lanzan al espacio, a la onda… ¿Y si este aparatito no funcionara?. ¿Si por un descuido ha quedado cerrado? Ridículo, ridículo; molesta, cosquilleante, insoportable sensación de inutilidad, de tontería, de instantes mal gastados.
Por fin, ya al final de la lectura, mi amigo «se oye». Su vieja voz renace de la ya convenientemente templada garganta. En la tapizada habitación la voz resuena como en una caja.
Cuando mi amigo da por terminada su lectura, cuando calla, el silencio que se hace encuéntralo tan espeso, que la obsesionante sensación de haber estado haciendo una cosa ridicula le vuelve con una mayor intensidad.
Y lo confiesa, ya fuera de la habitación: – «Esto de hablar frente a un micrófono es mucho más ridículo que pronunciar un discurso frente a un espejo, estudiar posturas de lector inteligente frente a una máquina fotográfica, o hacer, frente a los futuros suegros, el novio en serio, que eran, hasta ahora, las cosas que yo valoraba como más cargadas de ridiculez», dice.
Su oyente se asombra. Va a decirle lo que ya mi amigo sabe; es decir, que su lectura la han oído en toda la república, que miles y miles de aparatos radiotelefónicos han reproducido su paladar, que en miles y miles de oídos ha resonado su voz en el mismo instante en que él la emitía frente al bronceado micrófono.
Pero mi amigo no le ha dejado dar explicaciones. «Ya sé, ya sé», ha dicho apresuradamente, y en seguida ídose al patio que estaba lleno de rezongos de moscardones. Continúan su marcha los motores.
La Luna, derrochando su luz de acero sobre la noche.
Por encima de los tejados se apila hacia arriba una torre como guarda infantilmente dibujada en una página cuadriculada.
Confiesa sinceramente mi amigo que ha vivido algunos instantes de su infancia ya lejana…
Borrada la sensación de ridiculez, ha experimentado una sensación igual a la de un niño maravillado ante un juguete cuyo funcionamiento no se explica.
Y deseó poder romper la noche, partir la Luna, hacer astillas la torre, meterse dentro de uno de esos hilos de cobre, irse en la onda, ver en fin, qué es eso…
Vuelto en sí, mi amigo saluda, oye algunas palabras amables y sale a la calle. Busca otra vez el camino para su casa. Al llegar, los suyos le dicen que lo han oído. «Patente, patente tu voz».
«Nos parecía, dícenle, que estabas aquí, a nuestro lado, leyendo, pero que no te veíamos porque habíamos cerrado los ojos…».
-¡Qué maravilla! — repiten, lo mismo que mi amigo. Porque la maravilla sólo la han comprendido al oírle su voz…
Mi amigo se sienta. Enciende un cigarrillo. Acaballa la pierna derecha sobre la pierna izquierda.
Y quédase complacido, burlándose de sí mismo, de quien hace una hora deseaba averiguar tonterías, romper la noche, partir la luna, hacer astillas la torre…
Bernardo González Arrili
1923